NUESTROS PITILLOS MORADOS

Mi masculinidad es un abanico que no se abría del todo hasta hace muy poco tiempo. La parte más
colorida, femenina y gamberra permanecía oculta para la mayoría. Sólo la abría cuando tenía
confianza con alguien, en conciertos y en ambientes seguros. En el entorno laboral o en las comidas
familiares la mantenía cerrada, completamente silenciada. Supongo que a muchos hombres de mi
generación: nací en el año 1995, todavía os pasa.
Ser hombre hoy es aprender a desaprender lo aprendido. Cuestionar lo que nos enseñaron en el
colegio, en los dibujos animados que veíamos y en las conversaciones de ducha que solíamos tener
con nuestros compañeros después de un partido escolar. Ser hombre hoy es hablar con tu verdadera
voz. Sin fingir, ni ir de fuerte. Porque Clint Eastwood no es un tipo duro. Un tipo duro es mi abuelo
que con 92 años le limpia las cacas a mi abuela.
A los 17 fui el primero en llevar pitillos/morados/brillantes al instituto de mi pueblo: Hernani.
Estamos hablando de 2010, por aquella época casi nadie los llevaba, y menos si hablamos de un
entorno infestado de mochilas Altus y ropa de monte como prenda del día a día. Recuerdo que
aquella mañana tuvimos una charla sobre racismo a la que acudieron todos los alumnos del centro y
nos agruparon en círculos de diez. A mí me asignaron portavoz. Cuando me levanté para hablar,
escuché un montón de voces adolescentes y chirriantes que se dirigían hacia mí. Me puse nervioso,
muy rojo. Antes de abrir la boca vi a una multitud señalando mi pantalón. Se estaban descojonando.
Bajé la vista y pensé que quizá mis pitillazos habían sido too much. Me avergoncé. Cuando me di
cuenta de que tenía la cremallera abierta y unos calzoncillos de la marca Big Banana debajo, entendí
que nosotros mismos nos convertimos en nuestros peores censores.
Desde aquel día decidí subir el volumen de las canciones de Bad Gyal y David Bowie y entendí que la
figura ruda, estereotipada y casposa que mi padre enseñaba en público, no tenía nada que ver con la

que mostraba en privado. Solo era una fachada. Dentro de casa era humano, cercano y hasta
sensible. ¿Por qué fuera era un león? Un león como otros leones que hoy vagan desconcertados por
las ciudades y los pueblos de España preguntándose dónde está lo que han perdido. Y lo que han
perdido es lo que a mí me hacía cerrar el abanico, mantenerme alerta y pensar que era raro. Ahora
ellos son los que están desubicados y ocultos en baretos donde todavía pueden decir lo que piensan.
Pero, ¿y nosotros?
¿Los de la generación millenial dónde estamos? ¿Qué hacemos cuando se cierran las puertas?
¿Seguimos repitiendo patrones? ¿Somos corregibles?
Sé que los cambios sociales necesitan mucho tiempo para pasar de ser minorías silenciadas a
convertirse en el siguiente gran estreno de Netflix, y que, en el camino, se perderán y pervertirán
muchas cosas. Eso está claro. Lo que ahora mismo está en mi mano es decirle a mi padre que los
pantalones pitillos/morados/brillantes que acaba de ponerse le quedan perfectos.

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